Por: Ricardo Ayllón
Toda propuesta de ranking bibliográfico anual, es un fracaso. Y es que su resultado, como ocurre con las antologías en literatura o con las encuestas en política, deja casi siempre a los lectores un regusto a arbitrariedad. Por eso vale aclarar que lo que pongo a continuación es escasamente un recuento, solo el reporte de los títulos nacionales leídos este año, en la esperanza de que a alguien se le haya escapado alguno y lo tenga presente en su lista de lecturas rezagadas.
En novela, debe tomarse en cuenta la insólita impresión que deja el trío constituido por El espanto enmudeció los sueños (Arteidea), de Walter Lingán, Cadena perpetua (Pasacalle), de Harol Gastelú, y La novia de Corinto. El regreso de Sarah Ellen (Altazor), de Carlos Calderón Fajardo, pues concuerdan en la condición de encierro político de sus protagonistas. La versión y la voz impuesta por los autores sobre cada uno de ellos son desiguales (es verdad), pero vale la pena “oír” la interioridad de sus almas desde esa otra interioridad producida por su calidad de presos políticos de la subversión, y captar de primera mano el sarcasmo (en la novela de Lingán), la morriña (en la de Gastelú) y la afectación psicológica (en la de Calderón) que asignan (juntas) la certeza de que la reciente novelística de violencia política se dinamiza y se traslada a un espacio más intimista y aislado.
Estas tres novelas podrían conjugar cómodamente con La niña de nuestros ojos (Arteidea), de Miguel Arribasplata Cabanillas, que nos aproxima sin el menor escrúpulo al accionar de un comando subversivo en la sierra del país desde las entrañas mismas de aquel. La visión del autor, amplia y minuciosa, la convierte sin duda en lectura inaplazable. Y como ya estoy trepado en el rubro de la violencia, merece mención especial Luis Pardo. Noticias del gran bandido (Bruño), de Óscar Colchado Lucio, quien retoma la vida y hazañas del mítico bandolero ancashino para entregar esta vez una versión ficcional más dúctil, en la cual ingresan con facilidad especies narrativas como el testimonio y la crónica. Dentro de este talante temático se inscribe Froilán Alama, la leyenda (Altazor), de Teodoro Alzamora, con un estilo nítidamente costumbrista, pero no menos importante en el balance ficcional de bandoleros peruanos.
Arrastrado por la turbamulta mediática del Nóbel pasé también por El sueño del celta (Alfaguara), de Mario Vargas Llosa, que, imagino, muy pocos de los que están en el día a día deben haber dejado de lado, por eso solo queda decir que, sí pues, la escasa ambición técnica y aquel anticipo que exhibe su propuesta argumental, producen cierto desgano en el seguimiento del curso de la trama no obstante los picos logrados en la constitución sicológica de Casement y la incursión de éste en la zona del Putumayo. El año me deja todavía embarcado en la grata reedición de La violencia del tiempo (Punto de lectura), de Miguel Gutiérrez, novela que, por aquella vastedad erigida en la impetuosa y transgresora genealogía de los Villar, promete buenos momentos.
Al cuento y la poesía, este año, les concedí menos tiempo. En cuento, no pasé de las lecturas de libros entregados por mi editorial (Ornitorrinco), entre los que dejo a sincera consideración Talión y otros cuentos de venganza, de César Olivares. Y de sellos ajenos, es importante la tenacidad de Carlos Saldívar en el desarrollo del cuento fantástico, por eso recomiendo sus Horizontes de fantasía (MB); mientras que La muerte y otras traiciones (Hipocampo), de Fernando Carrasco Núñez, resulta un buen termómetro para medir el nivel artístico de los cuentistas limeños contemporáneos. Rápidamente leí Migrafiti deutschland (Altazor), de César Rosales Miranda, volumen que sorprende por su versatilidad argumental y su buen posicionamiento en la narrativa peruana de migrantes.
En poesía, me quedo con la plasticidad temática de Mario Morquencho al momento de enfrentar su experiencia con la realidad de Lima. Ciudadelirio (Sol negro), por eso, es un libro en el que me interné con sumo interés; me sorprendió, asimismo, Horas de sirena (Paraj Churin – Hijos de la lluvia), del puneño Luis Pacho, que obtuviera el tercer puesto en el Concurso Nacional “Horacio”, con una propuesta verbal más audaz que su ópera prima, Geografía de la distancia (2004). No puedo prescindir, sin embargo, de la mención de Una piedra desplomada, de César Quispe Ramírez, y Cuarto vecino, de Oscar Ramirez, ambos conjuntos producidos por el sello que dirijo, los cuales, para no quedar como juez y parte, dejo a consideración del lector. No sin añadir que se trata de dos poemarios distinguidos internacionalmente.
En narrativa juvenil, las novelas Walac (Altazor) de Cosme Saavedra Apón y El dios araña (Pasacalle) de Ricardo Vírhuez Villafane, junto al volumen de cuentos La edad de oro (Casa Barbieri), de Johnny Barbieri, son, de cierta forma, aquel tipo de aventuras que llevan al joven lector hacia experiencias que funcionan como un mecanismo catalizador de su identidad. Con la salvedad de que Walac y El dios araña apelan a elementos fantásticos precolombinos (la leyenda del santuario de Walac, en Sechura, el primero, y la presencia de una divinidad en la Huaca de la Luna, en Trujillo, el segundo), los cuales traen consigo un grato impulso por el interés de nuestra personalidad cultural.
Un par de libros de ensayos quedan en mi mesa de noche: Ciro Alegría y la Amazonía peruana (Arteidea), de Manuel Marticorena Quintanilla, dueña de una estructura sencilla, mas no por ello de minuciosa incursión por esos parajes novelísticos en los que Alegría ingresa con éxito en nuestra selva. El segundo, Sasachakuy tiempo: Memoria y pervivencia (Pasacalle), de Mark R. Cox, que es en realidad una recopilación de ensayos sobre literatura de violencia política, importante para entender lo más reciente del proceso narrativo nacional. Ambos libros repasados ligeramente, mas con el merecimiento de una obligada relectura.
Por último, resaltar la presencia de las antologías. Este año solo llegaron a mi gabinete la monumental Antología personal: Escritores participantes en el IV Encuentro de Narradores Peruanos “Ciro Alegría”, editada en Cajamarca nada menos que en tres tomos; y, en un plano regional: Atravesando la nada. Antología de cuentos del grupo Isla Blanca (Mantícora), con la inquietante y esperanzadora presencia de novísimos narradores chimbotanos.
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