Por: William Grimes. The New York Times
Un cometa poético pasó a toda velocidad por los cielos de Estados Unidos en el invierno de 1950. Dylan Thomas, invitado por el Centro de la Poesía aterrizó en el Aeropuerto de Idlewild y fue directamente al bar del aeropuerto a conseguir el whisky doble con soda que tanto necesitaba. Luego, sin más que hacer, partió para seducir a las audiencias de costa a costa.
En una época en la que los encuentros de lectura de poesía eran mucho menos comunes de lo que son actualmente, él iba de gira de ciudad en ciudad, de ciudad universitaria en ciudad universitaria, recitando, con una voz actoral y tierna, sus poesías preferidas de Yeats y Hardy, y Lawrence, o de estadounidenses como John Crowe Ransom y Theodore Roethke, antes de comenzar con una selección de sus propios poemas. Cuando los poetas contemporáneos emprenden giras de lectura en la actualidad, siguen el camino que él marcó.
“Era feroz y mágico, en su voz y en su presencia,” dijo el poeta Robert Kelly, quien escuchó a Thomas en el City College. “No leía como los poetas habituales de la época, mirando al cielorraso, como si se comunicaran con Dios. Parecía que hablaba desde su corazón. Hacía que la gente se diera cuenta de que la poesía era interesante, de que había una emoción en ella. Todavía puedo escuchar su voz.”
Esa emoción volvió en estos días, ya que las organizaciones culturales en Gran Bretaña y Estados Unidos sintonizaron el dial en Thomas por el centenario de su nacimiento, el 27 de octubre de 1914. En Swansea–-su ciudad natal en Gales– hubo un Dylathon, 36 horas de poemas, cartas y cuentos leídos por personalidades: el Príncipe Carlos grabó Fern Hill para la ocasión.
“Era feroz y mágico, en su voz y en su presencia,” dijo el poeta Robert Kelly, quien escuchó a Thomas en el City College. “No leía como los poetas habituales de la época, mirando al cielorraso, como si se comunicaran con Dios. Parecía que hablaba desde su corazón. Hacía que la gente se diera cuenta de que la poesía era interesante, de que había una emoción en ella. Todavía puedo escuchar su voz.”
Esa emoción volvió en estos días, ya que las organizaciones culturales en Gran Bretaña y Estados Unidos sintonizaron el dial en Thomas por el centenario de su nacimiento, el 27 de octubre de 1914. En Swansea–-su ciudad natal en Gales– hubo un Dylathon, 36 horas de poemas, cartas y cuentos leídos por personalidades: el Príncipe Carlos grabó Fern Hill para la ocasión.
En Nueva York, la ciudad en la que Thomas alcanzó el estatus de estrella de rock y descendió en espiral hacia una muerte precoz, el Centro de Poesía organizó “Dylan Thomas en Estados Unidos: una muestra del centenario”, y una nueva producción de su obra Bajo el bosque lácteo para radioteatro, que se estrenó en mayo de 1953.
La exposición utiliza cartas, tarjetas postales, manuscritos y fotos, el mapa de la ciudad dibujado a mano por Thomas en Bajo el bosque lácteo y un autorretrato garabateado que es una crónica de las cuatro giras de Thomas por Estados Unidos, que finalizaron, con su muerte en noviembre de 1953, a causa de una neumonía, y una elevada dosis de morfina que le administrara su médico en Nueva York.
El poeta se sentía como un extraño en tierra extraña. “No tengo la menor idea de qué diablos hago acá, en el medio de la locura y el bullicio del último Imperio loco sobre la Tierra”, le escribió con letra manuscrita redonda y regordeta a su esposa, Caitlin, a su llegada.
En cuanto a Manhattan: “Es una pesadilla, día y noche; nunca hubo un sitio así; nunca me acostumbraría a la velocidad, el ruido, la indiferencia total de las multitudes, la cortesía atemorizante de los intelectuales, y más que nada, estas torres enormes y fálicas, que van hacia arriba, y arriba, y arriba, cientos de pisos, hacia el cielo imposible. Me siento tan aterrado en este lugar, que apenas me atrevo a salir de la habitación del hotel”.
La exposición incluye un extracto de la publicación de Allen Ginsberg que narra la noche de 1952, en la que Thomas y un amigo se dirigieron al San Remo Café y se sentaron junto a Ginsberg. Mantuvieron una conversación desarticulada, pero no se conectaron, a pesar de Ginsberg. “Dylan Thomas, me hubiera gustado conocerte esa noche, ojalá te hubiera podido comunicar quién era yo, mi sentimiento verdadero, y su importancia para tí”, escribió. “Porque yo también soy un amante del alma.”
La exposición utiliza cartas, tarjetas postales, manuscritos y fotos, el mapa de la ciudad dibujado a mano por Thomas en Bajo el bosque lácteo y un autorretrato garabateado que es una crónica de las cuatro giras de Thomas por Estados Unidos, que finalizaron, con su muerte en noviembre de 1953, a causa de una neumonía, y una elevada dosis de morfina que le administrara su médico en Nueva York.
El poeta se sentía como un extraño en tierra extraña. “No tengo la menor idea de qué diablos hago acá, en el medio de la locura y el bullicio del último Imperio loco sobre la Tierra”, le escribió con letra manuscrita redonda y regordeta a su esposa, Caitlin, a su llegada.
En cuanto a Manhattan: “Es una pesadilla, día y noche; nunca hubo un sitio así; nunca me acostumbraría a la velocidad, el ruido, la indiferencia total de las multitudes, la cortesía atemorizante de los intelectuales, y más que nada, estas torres enormes y fálicas, que van hacia arriba, y arriba, y arriba, cientos de pisos, hacia el cielo imposible. Me siento tan aterrado en este lugar, que apenas me atrevo a salir de la habitación del hotel”.
La exposición incluye un extracto de la publicación de Allen Ginsberg que narra la noche de 1952, en la que Thomas y un amigo se dirigieron al San Remo Café y se sentaron junto a Ginsberg. Mantuvieron una conversación desarticulada, pero no se conectaron, a pesar de Ginsberg. “Dylan Thomas, me hubiera gustado conocerte esa noche, ojalá te hubiera podido comunicar quién era yo, mi sentimiento verdadero, y su importancia para tí”, escribió. “Porque yo también soy un amante del alma.”
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