A un año de su partida, más presente que nunca
Guillermo Thorndike, el ojo de la memoria
Escribe: Manuel Cadenas Mujica
Es el tiempo un decantador asombroso, un facilitador de lo importante, un domesticador de aquellas pasiones que nos alejan de las verdades fundamentales. Es el tiempo un enemigo benéfico, que nos roba y nos devuelve, que nos ultraja y nos consuela. El tiempo, un ogro perverso que nos ahoga a fuerza de hacernos sabios y estrangula nuestras emociones para rescatarnos de la displicencia, para aprender del dolor. Vamos desapareciendo con el tiempo, hundiéndonos en su materia como dóciles corderos, pero a la vez, surgimos de la nada nuevamente para permanecer más allá del tiempo en la dimensión del espíritu.
Es lo que necesitamos creer y sostener. De eso y de mucho más hablábamos con Guillermo al filo de la medianoche, en redacciones inhóspitas como campos de concentración para una redención que nunca llegó. Lo aguijoneaba el tiempo también, le hacía ver sus dientes cariados. Ahora que ha pasado un año, medida del cronos que anuncia una rueda de doce rayos interminables, veo a Guillermo con otros ojos, se despeja el tumulto de las emociones, el rencor contra los imbéciles rapiñas, se abren paso las imágenes puras de la conciencia y la memoria con que aquellos días compartidos en madrugadas de cierres difíciles matábamos la noche argumentando contra el paso de las horas, los días y los meses.
Guillermo Thorndike fue un testigo del Perú y del tiempo. Un testigo acucioso, cuya brillante vehemencia periodística cedió paso lentamente a una sabiduría cultivada con los ojos puestos en el horizonte de otros siglos. Amó la historia por todo lo que había en ella de aleccionador. Por eso, trabajó arduamente para reconstruir con palabras lo que un día fue carne, hueso, sangre, materia de un aquí y un ahora irrepetible, por si quizás así conseguíamos hallar una explicación, responder la grandes preguntas, enfrentarnos al espejo. Yo lo vi inmerso en esa magnífica tarea autoimpuesta, para la que no contaba sino consigo mismo y con su Charo.
Volvía de la historia cada día no sin cierto dolor, lo hería la luz de un presente prosaico, hecho de seres ínfimos, ingratos, banales. Por eso tal vez prefería instalarse en el futuro, mirar detrás del crepúsculo atisbando los días venideros. Allá, en esa dimensión por inventarse, Guillermo transitaba con soltura y recogía los frutos de su antojo. Viejo zorro, le daba carne a los cuervos de circulación nacional sólo para poder internarse de nuevo en su instancia sin relojes donde Grau y Montero, Prado y los Gálvez, Balta y Pardo, aguardaban sin apuros su curiosidad de muerto próximo, su hambre y su sed de explicaciones.
Por eso reía Guillermo de los gendarmes de una moral dudosa y no perdía horas valiosas en contestar nunca ningún agravio. Alguna vez él mismo preguntó a Luis Alberto Sánchez lo que yo me atrevía a reclamarle: ¿por qué nunca responde todas las cosas de que lo acusan? Y me respondió con sus palabras: “Si me hubiera dedicado a responder a mis enemigos, no habría tenido tiempo de escribir todo lo que he escrito”.
Seguirá pasando el tiempo ante nuestros ojos y nosotros por él. Doce meses y otros doce, y así sucesivamente. Y entonces, se despejarán todavía más las brumas que velan por ahora la imagen justa y exacta de un hombre que abrió amplios caminos para entender, en verdad, de qué sustancia estamos hechos los peruanos. Ojo de la memoria colectiva, Guillermo Thorndike, quedan sus libros maravillosos para quienes no lo conocieron, su pasión por nuestra historia reciente y lejana, por Grau como hilo conductor de una peruanidad que no terminaba de cuajarse, por los héroes de arriba y de abajo, por la poesía y por la amistad que supo cultivar en el corazón de quienes lo conocimos y quisimos.
Guillermo Thorndike, el ojo de la memoria
Escribe: Manuel Cadenas Mujica
Es el tiempo un decantador asombroso, un facilitador de lo importante, un domesticador de aquellas pasiones que nos alejan de las verdades fundamentales. Es el tiempo un enemigo benéfico, que nos roba y nos devuelve, que nos ultraja y nos consuela. El tiempo, un ogro perverso que nos ahoga a fuerza de hacernos sabios y estrangula nuestras emociones para rescatarnos de la displicencia, para aprender del dolor. Vamos desapareciendo con el tiempo, hundiéndonos en su materia como dóciles corderos, pero a la vez, surgimos de la nada nuevamente para permanecer más allá del tiempo en la dimensión del espíritu.
Es lo que necesitamos creer y sostener. De eso y de mucho más hablábamos con Guillermo al filo de la medianoche, en redacciones inhóspitas como campos de concentración para una redención que nunca llegó. Lo aguijoneaba el tiempo también, le hacía ver sus dientes cariados. Ahora que ha pasado un año, medida del cronos que anuncia una rueda de doce rayos interminables, veo a Guillermo con otros ojos, se despeja el tumulto de las emociones, el rencor contra los imbéciles rapiñas, se abren paso las imágenes puras de la conciencia y la memoria con que aquellos días compartidos en madrugadas de cierres difíciles matábamos la noche argumentando contra el paso de las horas, los días y los meses.
Guillermo Thorndike fue un testigo del Perú y del tiempo. Un testigo acucioso, cuya brillante vehemencia periodística cedió paso lentamente a una sabiduría cultivada con los ojos puestos en el horizonte de otros siglos. Amó la historia por todo lo que había en ella de aleccionador. Por eso, trabajó arduamente para reconstruir con palabras lo que un día fue carne, hueso, sangre, materia de un aquí y un ahora irrepetible, por si quizás así conseguíamos hallar una explicación, responder la grandes preguntas, enfrentarnos al espejo. Yo lo vi inmerso en esa magnífica tarea autoimpuesta, para la que no contaba sino consigo mismo y con su Charo.
Volvía de la historia cada día no sin cierto dolor, lo hería la luz de un presente prosaico, hecho de seres ínfimos, ingratos, banales. Por eso tal vez prefería instalarse en el futuro, mirar detrás del crepúsculo atisbando los días venideros. Allá, en esa dimensión por inventarse, Guillermo transitaba con soltura y recogía los frutos de su antojo. Viejo zorro, le daba carne a los cuervos de circulación nacional sólo para poder internarse de nuevo en su instancia sin relojes donde Grau y Montero, Prado y los Gálvez, Balta y Pardo, aguardaban sin apuros su curiosidad de muerto próximo, su hambre y su sed de explicaciones.
Por eso reía Guillermo de los gendarmes de una moral dudosa y no perdía horas valiosas en contestar nunca ningún agravio. Alguna vez él mismo preguntó a Luis Alberto Sánchez lo que yo me atrevía a reclamarle: ¿por qué nunca responde todas las cosas de que lo acusan? Y me respondió con sus palabras: “Si me hubiera dedicado a responder a mis enemigos, no habría tenido tiempo de escribir todo lo que he escrito”.
Seguirá pasando el tiempo ante nuestros ojos y nosotros por él. Doce meses y otros doce, y así sucesivamente. Y entonces, se despejarán todavía más las brumas que velan por ahora la imagen justa y exacta de un hombre que abrió amplios caminos para entender, en verdad, de qué sustancia estamos hechos los peruanos. Ojo de la memoria colectiva, Guillermo Thorndike, quedan sus libros maravillosos para quienes no lo conocieron, su pasión por nuestra historia reciente y lejana, por Grau como hilo conductor de una peruanidad que no terminaba de cuajarse, por los héroes de arriba y de abajo, por la poesía y por la amistad que supo cultivar en el corazón de quienes lo conocimos y quisimos.
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