¿Si se acepta que hay una crisis del lector de novelas, motivada por la entronización de un lector lobotomizado, incapaz ya de detectar valores literarios, qué se puede hacer? Leer para vivir
Por: RICARDO CANO GAVIRIA
Parece una exageración, pero por desgracia no lo es: actualmente, cualquier contenido que aspire al gran público difícilmente puede sustraerse a la tentación de la novela. Y es que uno tiene la impresión de que hoy, para ser novelista, ni siquiera se precisa ser un buen lector de novelas: no en vano, son cada vez más abundantes los abogados, políticos, músicos, etcétera, que deciden probar suerte con el género, sin ninguna ceremonia previa en relación con la Literatura, esa criatura extraña a cuyo paso nos quitábamos antes el sombrero. La literatura, ¿pero qué diablos es la Literatura? Una convención surgida a comienzos del siglo XVIII, diría Foucault con frialdad de arqueólogo, mientras que Conrad invocaría presumiblemente, como ya hizo en su introducción a El Negro del Narciso, la capacidad de interpelar el sentido del misterio que envuelve nuestras vidas, considerada por él una de las cualidades menos obvias y superficiales del lector.
En el ámbito de la novela española se tuvo prueba de dicha capacidad en el caso de Tiempo de silencio del psiquiatra Martín Santos, un clásico de la novela española que sirvió también de clave interpretativa de la España de Franco, a juzgar por el contenido del artículo de José María Castellet "Tiempo de destrucción para la literatura española". Aunque el título aludía a una obra póstuma del novelista muerto prematuramente, transmitía también la imagen del obligado silencio de los españoles durante el franquismo que acabaría rubricando la obra de Martín Santos, de Sánchez Ferlosio, de García Hortelano, de Juan y Luis Goytisolo, de Marsé; luego serviría también de matizada transición hacia la obra literaria de un ingeniero de puentes, compañero de aventuras literarias de Martín Santos y uno de los novelistas más originales de la moderna literatura española: Juan Benet. Pues bien: actualmente la capacidad de estremecimiento de la literatura que animó a Martín Santos y Benet brilla por su ausencia en los que, venidos de otras profesiones, echan mano del género novela, y empieza incluso a escasear en los propios novelistas profesionales. ¿Acaso porque el asalto a la novela desde otras profesiones es tan solo el síntoma de algo cuya raíz parece más fácil de describir que de esclarecer?
Resulta muy sensato pensar que, siendo ciertamente la novela el espejo que recorre un camino, no pudiese menos que reflejar las turbulencias de los tiempos que corren, sometidos a una creciente sensación de inseguridad, transitoriedad y desarraigo institucional, en fin, de liquidez, según la pertinente metáfora de Zygmunt Bauman. Y ciertamente podría afirmarse que, mientras en muchos novelistas se detecta una creciente contaminación del género por la marea de la vida líquida que, lejos de hacerlos creadores de novelas iceberg, como hubiera querido Hemingway, los convierte en simples portadores de contenidos culturales, una minoría ha logrado oponer una resistencia sorprendente; así, el norteamericano Philip Roth, cuyo doble Nathan Zuckerman, en una de las últimas novelas del autor, sale lanza en ristre en defensa de la Literatura, o el español Vila-Matas, un novelista crecido a la sombra de Borges, príncipe de los narradores metaliterarios, especie protegida si las hay en la era de la narrativa "cultural"...
En efecto, puesta en circulación en EE UU en los ochenta del siglo pasado, poco antes de que Alvin Kernan anunciara la muerte de la Literatura y la desaparición de las Humanidades en la Universidad, una nueva noción de cultura, ya no concebida como una escala de valores, eliminó de la novela el reclamo de la estética. Versión norteamericana de los Cultural studies, desde entonces esta visión ha venido hipnotizando y sojuzgando de forma progresiva las temáticas de la novela hispanoamericana (narconovela, inmigración, violencia, apartheid) hasta el punto de que hoy podría pensarse que, antes que los premios a la calidad estética, serían más apropiados para ella, como ya ocurre en el cine -así y todo más capaz que la novela de sobreponerse a los lastres temáticos-, los premios a la diversidad cultural. Más o menos camuflados en ese carrusel multiculturalista cabalgarían la conciencia ecológica y el pensamiento políticamente correcto que inspiran lo que hoy podría llamarse novela comprometida de evasión, mientras que la simbiosis nacida a ambos lados del océano entre novela policiaca y denuncia política, pero sobre todo la novela que en España se inspira en la memoria histórica heredera de la Guerra Civil, no participarían por suerte en tales festejos. Celebrados en los extramuros de la Literatura, bajo la tutela prioritaria de un pragmatismo cada vez más embriagado por las cifras de ventas, cumplen gustosos con la función que les encomienda la invisible y astuta racionalidad cultural de los tiempos líquidos: no defraudar el "horizonte de expectativas del lector" (en el lenguaje de los teóricos de la recepción) como base de cualquier éxito literario.
Tal noción de cultura justifica la alusión de Bauman en su Vida líquida a una afirmación de Hannah Arendt sobre la palabra belleza (la belleza como meta de la cultura), elegida por ella por ser el epítome mismo que desafía toda explicación racional/causal. Que un sociólogo invoque de tal forma la estética arrojada por la borda por los propios estudiosos de la novela, adquiere relevancia especial en un momento en que, por otro lado, el silencio de la crítica (véase la muy oportuna "radiografía" de la misma publicada recientemente en Babelia), no revela sino que también ella forma parte del problema. Bien porque tiene miedo de redefinir su papel en un sistema que en el fondo querría suprimirla -lo que la condena a la mala fe-, bien porque no hace nada ante la agonía del lector sólido, aquel que necesitaba sentir bajo sus pies la tierra de esa "condición humana" cuya palpitación sentíamos hasta hace poco entre nosotros, se tiene la impresión de que ni siquiera quiere salir en apoyo del novelista cuando, como en el caso de Eduardo Mendoza, este se decide a dar la voz de alarma: "La novela no ha muerto, sino el lector de novelas" (declaración del escritor catalán que Vargas Llosa glosó afirmando su inquebrantable fe en la supervivencia del género, expresada ya en 1972 a quien esto escribe en El Buitre y el ave Fénix). ¿Ahora bien, si se acepta que en efecto hay una crisis del lector de novelas, motivada por la entronización de un lector lobotomizado, incapaz ya de detectar valores literarios, qué se puede hacer?
En última instancia, solo caben dos posturas: una, la del laissez faire que hace tabla rasa de la teoría literaria, la estética y la propia tradición humanística que las inspira, a favor de esa especie de "mano invisible" que regularía la industria cultural de la novela, para decirlo en sintonía con los propios valores de la trituradora o, mejor, licuadora neoliberal. Otra, la de los que, como los llamados teóricos de la recepción, saben que entre la masa de los lectores siempre hay, desde que existe la novela, un lector especial, que está en el origen de todo novelista; y que si se anula la diferencia básica para la supervivencia de la Literatura entre el lector que solo será receptor y el lector "indignado" que más tarde será también productor, no habrá para la novela una segunda oportunidad sobre la tierra. Lectores presentes, leed como si os fuerais a convertir en novelistas, futuros novelistas, empezad por ser buenos lectores, como lo fue siempre el indignado Gustave Flaubert, que una vez le recomendó a una de sus amigas lo siguiente: "Pero no lea como leen los niños, para divertirse, ni como lo hacen los ambiciosos, para instruirse. No, lea para vivir. Bríndele a su alma una atmósfera intelectual compuesta por la emanación de todos los grandes espíritus".
Fuente: ELPAIS.com
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