“¿Viste lo que twitteó Piñeira?”, la pregunta va dirigida al escritor chileno Alejandro Zambra. “No”, contesta, así que la entrevistadora reproduce a su modo los 140 caracteres del mandatario: “Nicanor sigue la senda de la gran familia Parra cuya creatividad, talento y bla, bla bla nos llenan de orgullo a todos los chilenos”.
Claro que a Zambra no le extrañan esos ‘gestos apropiacionistas’ que corrieron como pisco apenas se supo, el jueves pasado, que Parra obtuvo el Cervantes. Sí: el mismo artista que, hará 5 años, inauguró aquella polémica muestra “El pago de Chile” en la que todos los presidentes colgaban, ahorcados, en el Centro Cultural La Moneda.
Chile está feliz: entre muchos, el novelista Antonio Skármeta (el de “El cartero de Neruda”, otro coterráneo) no ahorró palabras para saludar al antipoeta, a quien le había dedicado ya su libro “El baile de la victoria”.
“Merecidísimo”, se oye por toda la red, entre España y América Latina.
Todos salieron a brindar, menos el mismo Nicanor que, cuando recibió la llamada de su nieto Tololo, soltó una desconfianza: “No lo creo”. Capaz que se acordó de ese otro premio, el que amagaba con su nombre desde los ‘70, y del que al final se hartó: “Creo más en el Kino que en el Nobel”.
El orgullo de ser anti
Amerita hablar de Parra. El escritor y artista visual acaba de recibir, a los 97, el mismo galardón que de este lado de la Cordillera recibieron Borges, Sábato, Bioy Casares y Juan Gelman.
Bolaño ya lo sabía, en 2001: “Sólo estoy seguro de una cosa con respecto a la poesía de Nicanor Parra”, escribió como prólogo a sus Artefactos. “En este nuevo siglo: pervivirá”.
¿Qué alentaba esa intuición de Bolaño? Versos tomados al azar. “Es un error creer que las estrellas puedan servir para curar el cáncer, dijo Parra. Tiene más razón que un santo. A propósito de escopeta, les recuerdo que el alma es inmortal, dijo Parra. Tiene más razón que un santo. Parra también es crítico literario. Una vez resumió en tres versos toda la historia de la literatura chilena. Son estos: ‘Los cuatro grandes poetas de Chile/ Son tres/ Alonso de Ercilla y Rubén Darío’.”
El autor de Los detectives Salvajes había entendido, de entrada, la revolución de Nicanor. Una poesía a prueba de todo molde: el estallido en el que se conectan el absurdo existencial y el humor inteligente. Con la fuerza de un slogan. Es cierta esa otra frase de Bolaño: “Parra escribe como si al otro día fuera a ser electrocutado”.
Parra le quitó así esa gran mochila de opereta a la vanguardia y le sacó un pasaje directo a lo profundamente humano.
Con su antipoesía, se despegó de Vicente Huidobro, de Pablo de Rokha y, sobre todo, de Pablo Neruda. En ese despegue ilustró su propio modus: "Durante medio siglo/ La poesía fue/ El paraíso del tonto solemne./Hasta que vine yo / Y me instalé con mi montaña rusa./ Suban, si les parece. /Claro que yo no respondo si bajan/ Echando sangre por boca y narices.
Vuelos y derivas
Aterricemos: hijo de un maestro de primaria y de una costurera que tarareaba el folclore, Nicanor Parra nació en San Fabián de Alico en 1914.
Estudió física y matemática. Fue profesor de mecánica. Viajó a Oxford para aprender cosmología.
La poesía fue su constante. Ya en 1952, junto a Enrique Lihn, Alejandro Jodorowsky y otros, se aventuró a la poesía-mural “quebrantahuesos”, hecha con recortes de diarios.
Dos años más tarde, cortó la lengua en dos: “Poemas y Antipoemas”, su segundo libro.
Demostró que se podía cambiar el paisaje de la poesía en español. Dejó entrar el habla callejera, el ‘yo’ antiheroico, la ironía, el sarcasmo. Después vendrían: “Versos de salón”, “Canciones rusas”, “Obra gruesa”, “Artefactos” y “Sermones y prédicas del Cristo de Elqui”, en una larga parranda que combinó con la imagen y los objetos.
Ahora se espera la edición del tomo dos de sus “Obras completas & algo +”; ha dicho que no escribe más, que sólo recopila los trazos de los niños.
La risa que eriza
Allendista moderado en otros tiempos, socialista escéptico, chúcaro definido, siempre sostuvo que el enemigo mayor es el “Tonto solemne” de derecha y de izquierda.
Unos lo han rebajado a la risa; otros lo han tratado de oportunista, hasta de hippie viejo. Su historia con la Revolución Cubana se volvió compleja. La frase -“yo me animo a relativizarlo todo”- no cayó bien en los agitados ‘60s.
Y menos bien cayó, una década después, su visita a Washington, y esa foto en la que se le vio tomando el té con la esposa de Nixon en la Casa Blanca.
Criticó, tras el Golpe, la Dictadura de su país. En su obra “Hojas de Parra” se atrevió a reclamar por los derechos humanos. Le costó incendio y amenazas. Y finalmente se levantó la puesta.
Pero no se ató tampoco a la izquierda chilena: "No soy yo/ son ustedes los que se quedaron atrás/ socialistas y capitalistas del mundo uníos/ antes de que sea demasiado tarde".
Quizá su revancha, para con unos y otros, fue la corrosiva muestra de 2006, en la que colgó a todos: desde O'Higgins a Pinochet. Allí también exhibió sus poemas y antipoemas, dibujos, videos y esas típicas bandejas de empanadas, sobre las cuales escribe y dibuja suerte de letreros.
Hoy, en su casa de Las Cruces, escucha tangos de Gardel y lee a Omer Emeth. Vive de cara al mar. Aún maneja su escarabajo y mantiene, en el cajón, su versión de Hamlet que, dice, sólo publicará por un millón de dólares.
El año que viene, Ediciones UDP reeditará Obra gruesa (1969) y lanzará Los 17 impajaritables, una colección de los mejores poetas hispanos seleccionados por Parra.
Fuente: Los Andes
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