Cuando anunciaron al ganador del Premio Nobel de literatura de 2011, mucha gente pudo pensar que los suecos premiaban a otro sueco por chovinismo. Mucha gente, pero desde luego no los lectores de poesía, que exclamaron algo así como un “por fin” que debió sonar, bajito, pero continuo, en toda la tierra. Tomas Tranströmer (1931-2015), fallecido este 27 de marzo a los 83 años, era, desde hacía mucho tiempo, el maestro de una nueva manera de entender la poesía. Su estilo era directo, pero cargado de misterio. Imaginativo y con una potencia plástica que recordaba a la mejor poesía oriental y a las vanguardias, pero sin renunciar a la sobriedad de la poesía clásica. Una poesía de gestos pequeños escrita casi siempre en presente. Y, no menos significativo, una poesía que no temía hablar en primera persona y recuperar el yo (esa partícula que los poetas mantienen en cuarentena) pero con una humildad que rayaba en la desaparición del sujeto (“Fantástico sentir cómo el poema crece / mientras voy encogiéndome. / Crece, ocupa mi lugar. / Me desplaza. / Me arroja al nido. / El poema está listo”, dice en uno de sus mejores poemas). La voz de la poesía de Tranströmer era la de una especie de superviviente feliz que se queda a medio lado mientras las cosas, las cosas cotidianas, que son las más fascinantes, suceden. Su programa poético, si hubiera tenido uno, podría resumirse en un verso que lo ha hecho célebre: “El mundo y yo dimos un salto el uno hacia el otro”.
Por todas estas cosas, desde finales de los años setenta Tranströmer se convirtió en el maestro de una poesía que nacía con la voluntad de aunar diversas tradiciones y posibilidades estéticas, alérgica a las escuelas y los dogmas políticos. Una poesía “internacional” escrita en sueco, pero también en inglés, en polaco, y a lo que en nuestro idioma llamamos antipoesía. Y maestro, por ejemplo, de Joseph Brodsky y Seamus Heaney, dos autores que obtuvieron el Premio Nobel antes que él.
Pero hablemos de su vida. Nacido en 1931 en el seno de una familia liberal que se separó cuando era pequeño, Tomas vivió su juventud con su madre en un barrio obrero, circunstancia que narra en su prodigioso (y breve) libro de memorias Visión de la memoria (1996) y que definió la cualidad más notable en su poesía: una peculiar manera de estar en contacto con el mundo, una especie de pasividad valiente. Y su vida es importante porque desde su primer libro 17 poemas (1957), escrito con una peculiar revisión de surrealismo cuando apenas contaba 24 años (“oigo a las estrellas piafar desde los establos”, escribe, por ejemplo), hasta la simplicidad de grandes libros El cielo a medio hacer (1962), Visión nocturna (1970), el largo poema Bálticos (1974) o Para vivos y muertos (1989), sus versos son inseparables de su trabajo cotidiano: Tranströmer trabajó como psicólogo en centros penitenciarios y hospitales, reinsertando a los adolescentes marginados y a las víctimas de traumatismos severos.
Por eso su poesía actúa a modo de reinserción. Esa pasión por el instante, por “la retórica del ahora”, como él mismo dice en un poema, y por una vida que merece vivirse (siempre sin edulcorar) hacen de sus poemas cuestiones vitales para cualquier lector, esté habituado o no a la poesía. Consigue que el mundo nos seduzca. Y para ello multiplica las imágenes divertidas: “el periódico, gran mariposa sucia”, “una orquesta hindú de ollas de cobre”, “el jeroglífico del ladrido de un perro / pintado en el aire sobre el jardín”.
En 1990 Tranströmer sufrió una hemiplejía que lo dejó sin voz, pero no, como él mismo precisaba, “sin lenguaje”, y continuó escribiendo una poesía cada vez más breve y directa. También siguió tocando el piano, una de sus principales pasiones, e interpretando con la mano izquierda obras de Scriabin y Mompou. Y viajando por el mundo con Monica, su mujer, que sabía traducir con gran riqueza cada mínimo gesto del poeta.
En España, gracias a la generosa labor de la Editorial Nórdica, que lo publicó antes de que obtuviera el prestigioso premio sueco, tenemos a nuestra disposición toda la poesía de Tomas Tranströmer magníficamente traducida por Francisco Uriz y Robert Mascaró en los volúmenes El cielo a medio hacer (2010) y Deshielo a mediodía (2011), además de su libro de recuerdos Visión de la memoria (2011) y un enjundioso epistolario con el poeta norteamericano Robert Bly, Air Mail (2012).
Fuente: EL PAIS