IV
A María Antonia Serrano González
Una noche tiene que tener tu nombre
para que sea una noche, y que
el abejorro fije su final con cuatro patas más para el enredo;
en el aguijón, un templo lleno de manos
abiertas atravesados por los clavos; atravesados por la cuerda exacta de tu nacimiento y en la parte más baja del
agua las caracolas asoman sus cabezas. El
fondo del mar, también tiene que tener tu nombre para que sea una noche, y en la madreselva, el orador, decapite los centuriones que no calcularon los ojos petrificados en el asfalto, haciendo la intemperie para todas las preguntas. Un rostro en la ventana, a las tres de la madrugada, es el tragaluz ideal para que siempre haya un rostro haciendo intemperie del asfalto,
con el palito chino
que levantaste porque el peso de tu nombre en la ventana, sabe, que una noche tiene
que tener tu nombre para que sea una
noche. Una noche llena
de abejorros que volando en círculos hacen que la vista se te pierda;
que tus propias manos agarrándote
fuerte por la garganta, tengan el contrapeso de tu nombre abriendo las ventanas; abriendo la arena con
tu cuerpo que a cualquier hora
se levanta.
VI
Hay una tierra que carcome, que tropieza, que tiene sus
testigos fijos en la alambrada, porque el arco hay que tensarlo, y la flecha,
es la única sombra digna de clavarse en las puertas.
X
Hay que seguir golpeando,
aunque en la tierra, las espinas sean el
arco que distorsiona; el arco
sin entender que entre sus puntas afiladas
y las puertas hay un hijo que se levanta; hay un caballo veloz que recorre las palabras
poseso de sus explicaciones, y hay una hija,
vestida con medio mundo,
explícita en las palmas abarcándolo todo, para que la permanencia
de muchas islas en una,
tenga la complejidad suficiente que compromete más de una voltereta.
Hay que recomponer el espejo, para que los peces no pierdan la línea visible de los comensales.
XI
A Dulce María Loynaz
Siempre hay alguien Dulce María que tira las puertas,
aunque los delfines lleguen a la superficie, aunque los delfines en su salto estertóreo
propicien el horizonte, que incluye los arrecifes de un país, y el redondel de
mi casa.
Siempre hay alguien que
te planta
un círculo feroz en pleno rostro, y en pleno rostro un país, una
casa, un grito con el portazo
impoluto del animal que a cualquiera vomita
los arrecifes, y a cualquier hora
el salto de los delfines, es el concierto real de una puerta
que se descalabra.
Siempre hay alguien Dulce María que prolifera con un
tentáculo tras otro y hace del re- torcimiento, un riel de línea borrando tu
nombre del horizonte; borrando un país, borrando los pliegues que lo
justifican; borrando tu nombre tras otro, y un riel de línea rememora mi casa
hasta llegar al fuego.
Siempre hay alguien sin redondel, que cree que su portazo es la mayúscula de siempre o el diminutivo a ras de suelo donde los
vertebrados sancionan el polvo, para que el abrevadero
sea un país, con la estulticia y los microbios
visibles adentro.
Siempre hay alguien, cadáver
mío y hechizo de luna en mi
cadáver, que aborta la pará- bola
del delfín porque incluye una
casa con el estercolero de
sus ventanas ondeando en lo más alto del asta; ondeando a punto fijo sus espinazos de
hierro, y a punto fijo un hombre tras otro haciendo
de sus cabezas el vidrio infernal que
se acumula, y se reparte el
vidrio en la carretera
llenando la noche de púas que se levantan; del
sinfín que nombra
una casa tras otra, hasta que el enterramiento lea tu nombre,
y mi nombre, dichoso por la desdicha.
Siempre hay alguien, Dulce María, un espécimen plural que
esgrime el país como si tres metros bajo tierra fuera la velocidad más cercana, y los puntos
suspensivos, la tierra que nos devuelven
cuando miramos de frente la inmensidad
que nos falta.
Siempre hay alguien, Dulce María, que escudriña los
delfines hasta la superficie, y hace del agua, el descalabro definitivo.
XVII
Yo
soy el interior que significa la suma de antepasados en mi casa, el sueño, para
que las sombras tengan el tamaño del país que las precipita.
XIX
Hay un perro que ladra mientras las auras vuelan; ladra sin distingo cuando las auras proclaman la podredumbre y se reparten las sombras como el hecho memorable del silencio.
Alfredo Nicolás Lorenzo
Poeta, narrador, ensayista literario y Periodista Independiente (Camagüey, 1964. Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad de La Habana en 1991. Es fundador de la revista Proposiciones de la desaparecida Fundación Pablo Milanés. Ha sido finalista del Premio de poesía NOSSIDE-CARIBE que dirige el Centro Bossio de Italia. Ha colaborado en las revistas Alforja Poesía y La Voz de Coahuila, México. Es miembro del Taller de la Creación Poética de la Fundación Nicolás Guillén. Su obra poética aparece en Memoria del Encuentro de Poetas del Mundo (Ediciones el Ermitaño, Seminario de Cultura, CONACULTA, 2011. Es asesor literario y fundador de los talleres de narrativa Salvador Redonet, Carlos Montenegro, y del Laboratorio de Escritura Creativa Enrique Labrador Ruiz y del Taller Literario Juana Borrero. Tiene una licenciatura en Historia del Arte, por la Universidad de La Habana en el 2009, y una Maestría en Etnología de la Fundación Fernando Ortiz. Ha tomado cursos en el Centro de Estudios Orientales sobre los asentamientos de los árabes en Cuba. A publi- cado Palabras Mágicas de un Poeta (2010), por la Co- lección Palabras del Oráculo, que dirige el poeta Cesar Toro Montalvo en Lima-Perú y Sonetos de Amor y otros Poemas, (Editorial Almadia, 2011). Tiene en preparación los libros: Décimas a la mirada agreste de un sinsonte y una Antología Personal del cuento. Ha sido finalista del Premio Verbum de Novela 2018 y ha ganado el Premio Praxis de Poesía 2018, convocado por la Editorial Praxis de México.
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