Por: Yezid Arteta Dávila
“Si yo no hubiese aprendido a escribir ahora estaría pegando tiros con las Farc”.
La anterior frase es atribuida a Roberto Bolaño y la cuenta el escritor español Javier Cercas en su libro Soldados de Salamina cuya primera edición apareció en la primavera de 2001. Bolaño, lo mismo que el Che Guevara, murió cuando aún gozaba de un perfil estéticamente sugestivo.
Pocos o quizá nadie se hubiera interesado en llevar un tatuaje con la imagen del Che Guevara en su cuerpo si el revolucionario argentino no hubiera sido ejecutado por sus ideales en un remota aldea de los Andes bolivianos. Guevara tenía 39 años cuando el sargento Terán, armado de una carabina M-2, cumplió la orden de abatirlo a quemarropa. Si la historia hubiera sido otra y el Che se hallara hoy entre los vivos, a lo mejor estaríamos en presencia de un burócrata estatal deteriorado por los años o caído en desgracia.
Su muerte temprana, amén de las circunstancias de cómo sucedió, fue lo que permitió que años después la mítica foto tomada por Korda en 1960, se convirtiera desde entonces y hasta el día de hoy en uno de los grandes iconos de la fotografía y el imaginario rebelde.
Roberto Bolaño falleció en Barcelona a los 50 años, una edad muy temprana para morirse cuando se tiene talento para escribir. Por fortuna nos quedó la literatura de Bolaño y algunas imágenes fotográficas en las que generalmente luce con el cabello un tanto desgreñado y una estela de humo saliendo por su boca. Muchos seguidores de Bolaño ven en su rostro algunos rasgos que lo hacen parecer a un desenfadado Woody Allen y otros en cambio lo ven como un Camus del siglo veintiuno: rebelde y rutilante.
Él nunca cambió a pesar de la fama que ganó– me dice Narcis Serra mirándome desde el mostrador donde atiende a sus clientes–. Continuó siendo el mismo que conocí desde llegó a Blanes y era un ‘don nadie’.
‘Serra la botiga del cinema’ es el nombre de un negocio localizado en el centro de Blanes donde venden y alquilan películas. La tienda era frecuentada por Roberto Bolaño, quien iba allí no sólo para llevar filmes y verlos en su casa sino también para conversar largamente con Narcis, el propietario del local.
“A él le gustaba mucho El Patrullero de… ”– Narcis duda algunos segundos y señalando con una mano hacía uno de los anaqueles que guarda cientos de películas trata de acordarse del nombre del director de la cinta “Cox… Alex Cox”, agrega con convicción al tiempo que hace chasquear los dedos de la mano derecha tal como si fuera un bailaor de flamenco.
Narcis Serra se sobreexcita cuando recuerda a Bolaño y de forma atropellada me explica detalles de quien fuera uno de sus más fieles clientes. Me explicó, entre tantas anécdotas que no alcanzo a recordar para redactar esta crónica, que Bolaño iba siempre con un libro o un periódico en la mano e incluso hasta para ir al cine.
Dice Narcis que el narrador chileno solía llevar a su pequeño hijo, Lautaro –a quien dedicó Los Detectives Salvajes– hasta un parque y mientras el pequeño jugaba él iba leyendo cualquier cosa: una revista, un periódico, un libro o un impreso encontrado en la calle.
Narcis es reiterativo en afirmar que Bolaño jamás se creyó el cuento de su fama y para probarlo dice que a pesar de que el escritor mejoró sus condiciones materiales de existencia con el dinero que obtuvo al ganar los premios Herralde de novela y el Rómulo Gallegos, sin embargo continuó su trasegar en Blanes como si nada novedoso hubiera sucedido en su vida y circulaba por la calle como cualquier parroquiano, saludando al vecindario con la misma naturalidad de cuando era pobre y escasamente conocido en el mundo literario.
Mira Yezid – me dice Cristina mostrando con su índice derecho hacia una tienda de Blanes que esgrime un letrero en que aparecen un dado y un arlequín sosteniendo ocho naipes con sus manos. Allí es donde Bolaño adquiría los juegos de mesa y de ordenador.
Cristina Fernández Recasens es una poetisa catalana ganadora del Premio Rei de Jaume 2009 en la modalidad de poesía en castellano y nunca ha ocultado su admiración por Roberto Bolaño.
Vive en Blanes y conoce al dedillo el ámbito de quien es uno de sus autores favoritos. Ella me dice, con potentes argumentos, que el ayuntamiento de Blanes no ha entendido la dimensión universal de Bolaño y lo que representa para literatura de nuestros días. Salvo un aula de la biblioteca comarcal de Blanes bautizada con el nombre ‘Roberto Bolaño’ es poco o nada lo que han hecho las autoridades locales para rendir homenaje a un hombre que llegó a decir:
“…yo sólo espero ser considerado como un escritor sudamericano más o menos decente que vivió en Blanes y quiso a este pueblo…”. Ni siquiera la visita a Blanes de Patti Smith, una de las artistas más influyentes del mundo, quien fue hasta Blanes para decir que es una seguidora apasionada de Bolaño y que ha leído toda su obra, ha sido capaz de estimular el cerebro de los dirigentes locales. La mayoría de los políticos cada vez leen menos o simplemente no leen.
A motu proprio, Cristina se ha puesto a la tarea de enseñar a sus amigos los lugares y las gentes que de alguna manera se relacionaron con el escritor sudamericano. Mientras caminamos por el paseo marítimo de Blanes la brisa agita su cabellera y el oleaje del Mediterráneo parece traerle más recuerdos de Bolaño.
Volteamos por una esquina y señalando hacía un estanco de tabaco cercano a la carrer del lloro (carrera del loro) me invita a que entremos al local para saludar y conversar un momento con Xavi, el joven que trabaja allí como dependiente.
Él venía muy seguido a comprar cartones de Ducados y Parliament –me dice Xavi. Los Ducados eran para él y los otros, creo, eran para su esposa.
En las fotos públicas en las que aparece Roberto Bolaño se le ve habitualmente acompañado de un cigarrillo en los labios o sosteniéndolo entre los dedos. Fumaba tanto como escribía: a espuertas. En una entrevista concedida a Fernando Villagrán para el programa cultural Off the Record a Bolaño se le ve con una camisa floreada al estilo de las que usaba García Márquez cuando vivió en Barranquilla y lo apodaban “trapo loco”. En el programa de la televisión chilena la voz de Bolaño se escucha un tanto ronca como la de muchos fumadores implacables y no se nota en ella algún acento que indique de qué parte de Hispanoamérica venía.
Cuando se proclama como sudamericano, es su voz – amén de la literatura – la que le concede esa dimensión subcontinental. Su voz era sudamericana libre de entonaciones locales y por tanto podía ser mexicano, chileno, nicaragüense, colombiano, peruano, venezolano…
Para escritores que estuvieron en la trincheras en condición de combatientes tales como J.M. Remarque, Ernest Hemingway, George Orwell, Claude Simon o Ramón Sender, seguramente no les costó demasiado poner en negro sobre blanco algunos episodios relacionados con la guerra. Bolaño, en cambio, no estuvo en una sola batalla y sin embargo algunos de sus relatos nos hacen pensar que alguna vez disparó un arma o llevó una mochila de campaña sobre sus espaldas.
En Los detectives salvajes, pero sobre todo en la dilatada y adictiva novela 2666, Bolaño describe con destreza algunos sucesos en los que intervienen policías mexicanos y otros en donde los protagonistas son soldados de la Primera Guerra Mundial que se debaten en las fosas de arrastre. El cine y los juegos de guerra, amén de otros recursos de escritor, fueron sin duda inagotables fuentes de información que le permitieron recrear a Bolaño, con la precisión de un relojero suizo, los detalles más escondidos del mundo del policía de frontera o del soldado que recibe un balazo en una refriega. Roberto Bolaño era una reencarnación de un soldado de dos o más guerras, diría un místico hinduista para explicar la forma como el escritor latinoamericano plasmó con lujo de detalles ciertos fragmentos bélicos.
En el cuarto capítulo de 2666, titulado “La Parte de los Crímenes”, Bolaño describe a uno de sus personajes dentro de una cárcel mexicana que, al igual que en todas las grandes prisiones latinoamericanas, no resulta difícil observar a un recluso fumándose un cacho de marihuana con un guardián o ver las imágenes por televisión de una docena de cadáveres de presos muertos a cuchilladas que son tirados en el interior de una volqueta tal como si fueran bolsas de basura. El mundo de la cárcel que describe Bolaño en este capítulo es tan ferozmente creíble que si no supiéramos por obra de sus biógrafos lo que más o menos hizo el escritor en su medio siglo de existencia, creeríamos de verdad que fue un redomado ladrón que pasó años en la cárcel y desde allí se dedicó a escribir. Son pocos los autores de hoy día de los que se puede decir que cuentan con la habilidad de Bolaño para detallar tan fielmente la realidad que ocurre en las cloacas de las grandes urbes.
Jaume Pujadas cursaba tercer año de comunicación audiovisual en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona cuando se acercó a Bolaño para hacer un documental acerca de su vida literaria. En ese entonces Bolaño era un escritor conocido y galardonado y sin embargo no se negó a realizar el documental que, según me cuenta Jaume, no era más que una tarea correspondiente a una de las asignaturas que cursaba en la universidad.
Sentí mucho su muerte – dice Jaume con un ligero tono de resignación mientras va conduciendo el carro que nos llevará a Girona. Cuando él murió –hace una pausa y dejando de mirar la carretera por un instante dirige sus ojos hacía mí– perdí el entusiasmo por el documental y me entró como una especie de desgano, algo cercano a la desmoralización.
Roberto Belano, patinant en la pista de gel (Roberto Belano, patinando en al pista de hielo) es el sugestivo titulo del documental realizado por Jaume en el cual aparecen unas breves imágenes de Roberto Bolaño, que más de un mercachifle interesado en aumentar sus arcas a costa del mito del escritor ya desearía tener.
Esas imágenes de Bolaño –confiesa Jaume ruborizado ante la treintena de personas que asistimos a la proyección del documental en el Cinema Truffaut de Girona– las hice sin que él se diera cuenta.
En el viaje de vuelta a Blanes, Jaume me explica que el profesor de la facultad, encargado de revisar el documental, le dijo que le parecía bien lo que estaba haciendo, pero le reclamó alguna toma de Bolaño para imprimirle fuerza al trabajo.
De manera furtiva –continúa Jaume– filmé a Bolaño en una calle de Blanes mientras iba conversando a mi lado –sonríe como un chiquillo que acaba de hacer una pilatuna. Él no sospechó nada, entre otras, porque no le extrañaba verme con una cámara handicap en vista del documental que estábamos haciendo.
¿Y esa imágenes de dónde salieron?, preguntó Bolaño sorprendido el día que Jaume le enseñó el documental terminado.
Jaume le explicó a Bolaño cómo hizo las imágenes y cuando esperaba algún tipo de reprimenda, el escritor celebró la travesura con una carcajada de chico de barrio. En la imagen se ve a Bolaño protegiéndose del frío con un gabán mientras camina por una de las calles del pueblo.
Le pregunto a Jaume sobre qué piensa hacer con el documental. Me dice que lo dejará así, tal como está, porque allí quedaron los testimonios de la gente común y corriente que se cruzó con la vida de Bolaño. Una decisión exenta de egoísmo para un joven documentalista que apenas vive con lo justo. Aplastados por la crisis económica del capitalismo global, la vida es cada vez más dura para los jóvenes catalanes y españoles en general. Por la cabeza de Jaume flotan muchos proyectos que no cuentan con ayudas oficiales ni empresariales.
Bolaño fue un escritor que se esculpió a sí mismo. Que trabajó durante años en toda clase de oficios para poder llevar el pan a su casa. Un hombre atacado por una brutal enfermedad y que se enfrentó a la fatalidad pulsando desesperadamente sus dedos sobre un teclado, escribiendo, pues era consciente de que le quedaban pocos meses de vida y no quería irse de este mundo sin dejar terminada su obra 2666, pieza maestra de la literatura que Bolaño no pudo concluir porque se le escapó la vida.
Fuente: El Heraldo