Por: Marcelo Gioffré
La literatura de un país es siempre reveladora de su idiosincrasia. En Walt Whitman y su exaltación poética de lo tecnológico está el espíritu estadounidense; en Crimen y castigo, de Dostoievski, anida ese resentimiento por el capital estancado que en 1917 desató la revolución rusa; en la monumental En busca del tiempo perdido subyace el entramado de la aristocracia francesa finisecular; en la inabarcable 2666 de Roberto Bolaño irrumpe el poder real de las mafias en ese México dominado por la droga y sus carteles; en Salman Rushdie está el choque civilizatorio y el desafío que el islam representa para Europa. También en la Argentina, del Facundo de Sarmiento a Dos veces junio de Martín Kohan, pasando previsiblemente por Los siete locos de Roberto Arlt o El Fiord de Osvaldo Larmborghini, la literatura ha relevado las peripecias y visajes de nuestra historia. Pero ¿qué obra nos devela el secreto del país de estos últimos doce años?
Es crucial decodificar qué nos dicen los nuevos escritores, rastrear en los testimonios de quienes escribieron ficciones y que, más allá de sus adhesiones ideológicas explícitas, y a veces a pesar de ellas, nos han ido dejando registros, signos, pistas, pruebas de lo que realmente nos ha ocurrido. Así como en los años 90 algunos artistas visuales (Pombo, Di Girolamo, Gumier Maier, Schirilo) salidos del Centro Cultural Rojas, de los talleres de Barracas o de algunas galerías emblemáticas desarrollaron algo que en conjunto se llamó arte light y que trataba de documentar la frivolidad de la década menemista, en los últimos siete años, y sobre todo desde pequeñas editoriales como Eterna Cadencia, irrumpieron en escena una serie de escritores cuya producción, consciente o inconscientemente, dio cuenta de lo que estaba ocurriendo en el conurbano y en ciertos lugares del interior.
En 2008, Juan Diego Incardona publicó Villa Celina, retrato de un barrio de La Matanza, el corazón peronista del país, de donde salió la banda Callejeros: monoblocks descascarados, violencia social, perros rabiosos y hospitales atestados de moribundos. En 2009, Gabriela Cabezón Cámara publicó La Virgen Cabeza: allí aparecen la villa, los secuestros de pequeños empresarios, el paco, la cumbia, el misticismo y cierto sobrepeso del lumpenaje. Algo así como los Juanito Laguna y Ramona Montiel de Berni llevados a la exacerbación. Y ese mismo año Hernán Ronsino publicó Glaxo, historia desfasada en el tiempo, pero que habla también de pueblos fantasma, de la matanza de José León Suárez y del eterno desencuentro entre peronistas y antiperonistas, novela que en un sentido críptico alude quizás a la grieta. En 2011, Leonardo Oyola, un escritor que trabajaba en la verdulería del padre, escribió Kryptonita, la historia de unos delincuentes que irrumpen en el hospital Paroissien, de Isidro Casanova, y, a punta de pistola, exigen que atiendan a un cumpa herido. En 2012, Iosi Havilio publicó Paraísos, historia de desalojos, casas tomadas, armas, drogas y resacas homéricas. Ese mismo año, Selva Almada sacó El viento que arrasa, una road movie de la decadencia argentina vista desde el Chaco, con autos destartalados, parajes abandonados, fanáticos y farsantes. Y en 2013, Miguel Vitagliano publicó Tratado sobre las manos, un intento de fundar el futuro sobre un rastreo delirante de la herencia, en medio de una pavorosa descomposición familiar. En 2014, Federico Falco publicó 222 patitos, una serie de cuentos en los que los personajes auspician soluciones mágicas o esotéricas. Pero también Félix Bruzzone, hijo de desaparecidos, escribió en 2008 y reeditó en 2015 su libro 76, con el que intenta procesar de los modos más sesgados las peripecias del cuerpo lacerado de su madre, libro con el que juega a ser arqueólogo de su propia vida familiar, pero, a la vez, explicar esa historia que los políticos han ensuciado y traficado. Es una forma de exorcismo. Carlos Gamerro señala que todo el libro es un intento de sacudirse ese número 76 que se le ha adosado como un estigma o una marca de ganado.
Es muy probable que aún no se haya escrito la obra que descifra los 2000 en su conjunto, pero hay sí registros laterales, flecos, contraseñas, señalizaciones que van marcando aquí y allá lo que nos pasó. ¿De qué nos hablan esas huellas recurrentes y pegajosas que atraviesan todas las obras y se van cosiendo como pespuntes? ¿De qué nos hablan si no de las últimas imágenes del dolor y la agonía del país peronista? ¿De qué nos hablan sino de ese peronismo que llegó para igualar, para sacar a los obreros de la miseria, y terminó hacinando desocupados sin destino en las villas del conurbano, empujándolos a la violencia, a la marginación, a la droga, al misticismo y la prostitución mientras sus dirigentes volaban en aviones privados y acumulaban fortunas incalculables?
La literatura suele adelantarse a los hechos, ir dando alarmas. La frase de Julio Bárbaro "el peronismo es un recuerdo que da votos" estalló como una bomba en las manos: con la nostalgia adulterada o genuina del colchón de Evita hoy no se come ni se soluciona la inundación, ni se disipa la delincuencia. Tal vez esos libros, que eran sirenas asordinadas, prenunciaban lo que nadie quería ver. Las últimas elecciones llamaron la atención no tanto por la coherencia o incoherencia del voto popular hacia un candidato de posición aventajada, sino, más bien, porque homologaron lo obvio: que el peronismo ya no daba soluciones a los pobres.
Fuente: La Nación