Mi querido Chavico:
Hace cinco minutos recibí
tu carta y me apresuro a responderte antes de que la marejada del trabajo diario
me hunda entre los papeles. Aunque te parezca inconcebible, extraño,
estrambótico, ilegal e ilógico, la verdad es que estoy trabajando como un
animal. España tuvo la virtud de meterme definitivamente en vereda.
Veo la fecha de tu carta
– 19 de abril-, día del entierro del cholo. Puedes imaginar qué duro golpe recibimos,
sobre todo yo que guardé esperanzas (engañándome a mí mismo) hasta el último instante. Y yo guardaba esperanzas por el hecho de que no sabía qué es lo que tenía, ni qué demonios
pasaba en su organismo. El cholo cayó en cama unas seis semanas antes de morir. Al principio fue
una fiebrecilla de 38 grados y medio. El médico
que lo vio sospechaba que se trataba de los pulmones. García Calderón, el médico, le hizo varias radiografías que no
revelaron nada de particular. Tuvieron pues, que abandonar la teoría de una lesión pulmonar
y comenzar a buscar otra cosa. Mientras tanto la fiebre seguía aumentando lentamente.
El 14 de marzo, la legación autorizó su envío a una clínica y lo
llevaron al Boulevard Arago. No sé si te acuerdes de una Clinique Chirurgicale que hay en la esquina de
Denfert y Arago. Además, García Calderón le envió su médico, el
Dr. Lejar. Georgette, como de costumbre
se arregló para disputarse con Lejar durante la primera consulta. No sé lo que pasó,
pero el hecho es que Lejar se negó durante varios días a asistir al cholo, dando
razón que su mujer era loca. Como la enfermedad hacía progresos, y merced a
gestiones del Toto Noule, secretario de la Legación, Lejar volvió a ver a Vallejo,
cuya fiebre había subido ya
a 40 grados.
Durante ocho días
le hicieron todos los análisis
imaginables, pero sin resultado alguno. Todos
eran negativos. Mientras tanto, el cholo
había dejado de comer completamente y la fiebre le subía por momentos hasta 41
grados.
Una semana antes morir vino
a verlo un profesor, cuyo nombre no recuerdo, pero que parecer que es la
autoridad más reconocida de enfermedades tropicales. Lejar creyó que tal vez se
trataba de una enfermedad contraída por César en el Perú, y que había estado
latente durante años. Tú sabes, para los europeos decir Perú, es decir trópico,
selvas, mosquitos, enfermedades desconocidas; no imaginan que el cholo nació y
creció en plena sierra, donde las únicas enfermedades que existen son la
pulmonía y el tifus. El profesor en cuestión
dijo que probablemente se trataba de fiebre malta. Le hicieron varios análisis para comprobar el
diagnóstico, pero tampoco era fiebre malta. Cada día el cholo se hundía más y
lo veíamos perder terreno con una velocidad tremenda. Entonces
Georgette, desesperada, apeló
a una serie
interminable de magnetizadores,
astrólogos, magos y brujos, que fatigaban horriblemente al pobre cholo. Jorge Seoane, lleno de rabia, tuvo un día una
disputa con Georgette que había obligado al cholo a estar sentado mientras le
hacían los pasos magnéticos.
El día 14 de abril,
víspera de su muerte, llegué yo a la Clínica a las 9 de la mañana y desde afuera
oí unos gritos desgarradores del cholo. Los médicos habían decidido, in extremis,
hacerle una punción lumbar. Puedes imaginar que en el estado de debilidad suma
en que se encontraba César no pudo resistir la punción, y no llegaron a obtener
el líquido céfalo-raquídeo. Cuando terminó la punción, el cholo entró en
agonía. Yo me fui a mi trabajo y regresé
a las tres de la tarde. De tres a cinco pasé
a la cabecera de su cama viéndolo cómo se hundía irremediablemente.
La fiebre había subido a
41 grados y medio. El pobre cholo
deliraba con España y con su apartamento de la rue Moliere. Quería levantarse
de la cama e ir al Palais Royal. Ya no conocía a nadie y una rale imperceptible
le cortaba las palabras. A las diez de la noche regresé y el estertor se oía
desde fuera. El Toto estaba en la clínica y nos quedamos hasta las dos de la
mañana. No pude conciliar el sueño y a las cuatro me levanté. Hubiera querido ir
a la clínica, pero como ahora vivo en Banlieu no había medios de comunicación. Me
volví a acostar y dormité un rato. A las ocho me vestí y tomé el autobús para
París. Llegué a la clínica, minutos
antes de las nueve con una vaga esperanza de que una reacción hubiera podido
efectuarse durante la noche. Cuando subí las escaleras, la puerta del cuarto de
César se abrió y la mujer de Oyarzum salió corriendo, pero antes pude entrever
la cama de César y lo vi rígido y con la cabeza para atrás. Hacía cinco minutos
que había muerto. Estaban en el cuarto Juanito Larrea, que también acababa de llegar,
y Georgette. Ver al cholo estirado e inerte fue para mí la cosa tan
inconcebible que verdaderamente no me di cuenta clara de la tremenda realidad.
Creo que a Georgette le pasó algo parecido, porque estaba átona. Las enfermeras nos hicieron salir del cuarto
para vestirlo y cerrarle la boca que había permanecido abierta con un rictus
terrible de sufrimiento. En el cuarto se sentía ya el olor de la muerte. Cuando salimos con Juanito entraba un cura
que no sé quién tuvo la idea de llamar. De ahí la leyenda de “El Comercio”. Yo
tengo la evidencia de que fue la Legación del Perú la de la intriga que aquí se
tejió para hacer aparecer que el cholo se había confesado y comulgado. Pero, y en nombre de la memoria de César, te
doy mi palabra de honor de que César ni pensó en curas ni vio ninguno. La mujer
de Oyarzun, que pasó toda la noche junto a su cabecera, cuenta que a las cinco
de la mañana llamó a su madre, y media hora antes de morir dijo “España. Me voy
a España”. Estas fueron sus últimas palabras. El último pensamiento de César
Vallejo, en el momento en que franqueaba los dinteles de la muerte fue dedicado
a España. Vivió y murió con una clara
conciencia política, como un verdadero comunista.
Qué más te voy a contar. Como murió en viernes santo no pudo
enterrársele hasta el martes 19. Durante cuatro días estuvo expuesto en el
cuarto de la clínica. Cada día el olor de la descomposición del cadáver se
hacía más violento. Yo llevé a Emile para que le hiciera unas fotos, pues la
expresión de su rostro muerto era verdaderamente maravillosa. No te imaginas
que belleza interior y qué luz extrahumana en la gran frente del cholo. El gesto de dolor que yo vi minutos después de su muerte, desapareció para dar vida a una
expresión de serenidad y de bondad infinitas. La ilusión de que no estaba muerto, sino
dormido era tan grande, que nos acostumbramos, y la segunda noche hemos pasado conversando tranquilamente a su lado.
El día 17 me enteré que
los preparativos para el entierro estaban hechos. La legación del Perú corría con todos los gastos y estaba en momentos
de arreglar los detalles para hacerle un entierro religioso. Funerales en la iglesia, curas,
monaguillos y todo ese bazar. No sé si
con razón o sin ella creí que el gobierno trataba de traficar políticamente con la muerte de César. Nos pusimos de acuerdo con
Juanito Larrea, Iduarte y otros escritores españoles y latinoamericanos y gestionamos inmediatamente
con l’Association des Escrivains, de la Maison de la Culture,
a fin de que pidiese oficialmente a la Legación el derecho de enterrar a Vallejo.
Así se hizo, y Aragon y Jean Cassou se pusieron al habla con García Calderón. Naturalmente, la Legación no pudo negarse y el día 19 a las seis de la mañana, trasladamos su
cadáver a la Maison de la Culture. De esta manera fueron los escritores de Francia los
que organizaron el entierro. La Maison de la Culture se portó admirablemente. Arreglaron el gran de entrada y se montaron guardias cada cuarto de hora desde las ocho de la
mañana hasta las doce que salió el cortejo. Todos los diarios de izquierda habían
publicado artículos anunciando su muerte, de manera que ese día, sin exageración, los más grandes
escritores de Francia asistieron al entierro.
Estaban ahí Cassou, Aragón, André Malraux, Tristan Tzara, Bloch,
etc., etc. En el cementerio tomó la palabra Aragón en nombre la l’Association
des Ecrivains, después el secretario de la Embajada de España y a continuación
yo a nombre del P.C.P. Yo tuve que hablar así por varias razones: primero poner
en su lugar la posición de César y hacer constar que había vivido y muerto como
un revolucionario. Segundo porque el P.C. francés lo creyó necesario. Y nada
más, mi querido Chavico. Te envío como recuerdo una foto del cholo muerto.
Gonzalo More
París, 24 de mayo de
1938
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