Por: Felipe Villa de la Torre
William Faulkner, el célebre escritor norteamericano autor de ¡Absalon, Absalon!, confesó alguna vez que los escritores comenzaban a trazar una obra sólo cuando se sentían empujados por el “demonio de escribir”. Aunque Faulkner —Nobel de Literatura en 1949— mantuvo una lucha constante con varios demonios personales, entre ellos su profunda adicción al alcohol, su obra ha sido calificada como una de las más trascendentales del siglo XX.
Franz Kafka, sombrío y enfermizo por naturaleza, quizá soportó más disputas secretas con los demonios personales que el propio Faulkner. La metamorfosis, una de las obras cumbre de la literatura universal, no viene a ser más que el reflejo de los trastornos de Kafka achacados al pobre Gregorio Samsa: para escribir La Metamorfosis no bastaba con ser un buen escritor, había que sentirse en verdad un insecto.
Si recogemos los casos de escritores influidos más por sus propios demonios que por cualquier otra inspiración, edificaríamos una lista interminable, tachonada de hábitos y comportamientos tan disímiles como estrafalarios; rodarían sobre las letras de aquella lista torrentes inagotables de alcohol, se sucederían, una tras otra, noches interminables de insomnio, de lujuria, de trastornos. Advertiríamos los apuros económicos de Dostoievski; los días agónicos de Kafka; las borracheras interminables de Bukowski; las horas en el exilio de Borges, Dante y Brodsky, entre otros, que se vieron forzados a escribir lejos de sus comarcas; descubriríamos los años infelices de Wilde en la cárcel, luego de sufrir una penosa afrenta gracias a su inclinación homosexual; y quizás escucharíamos el estruendo de la escopeta de dos cañones con la que Hemingway se suicidó una mañana veraniega de 1961.
¿Y qué decir de aquellos personajes que llegaron a la inmortalidad gracias a la necedad de sus pensamientos y actos? Ana Karenina que se lanza a un tren en presencia de su familia; Madame Bovary ingiere un veneno para acabar con sus delirios; Raskolnikov asesina a la anciana con la intención de comprobar su teoría de hombre superior; El Quijote, preso de una locura febril, se lanza en busca de aventuras para imitar a sus héroes de la caballería; José Arcadio Buendía, el patriarca de Macondo, muere atado a un árbol del patio de su casa; Harry, el lobo estepario, huye incansablemente de la sociedad. Y así, cientos de personajes extraviados en el embrollo de la locura (en la suya propia y quizás en la de sus propios autores) pueblan las páginas de la historia literaria.
Si son estos los personajes más divulgados de las letras universales, ¿podría entonces la literatura, con semejantes antecedentes, cambiar el rumbo de la humanidad como muchos pretenden? ¿Podría una novela, a través de sus personajes y situaciones, influir de tal manera en el comportamiento social que logre desterrar sus innumerables defectos? ¿Acaso es ése el fin de la literatura?
Seguramente William Shakespeare no pretendía cambiar el mundo cuando se sentó a escribir Romeo y Julieta; ni James Joyce cuando trazó la primera línea de Ulises. Shakespeare y Joyce, así como la mayoría de escritores, se sientan a edificar sus universos de ficción cuando el “demonio de escribir” se torna insoportable, cuando los personajes ya no dan más tregua y buscan desesperadamente una salida, y no cuando al escritor le ha embargado el antojo de cambiar el mundo.
Durante muchos años los escritores han sido considerados como los posibles redentores del género humano. Los que poseen la varita mágica para ordenar la Humanidad. No es un axioma. No es una idea que el común de la gente ni aun los propios escritores den por descontada, pero la esperanza existe, está ahí, latente. Es una certeza del subconsciente colectivo incapaz de aflorar por sí misma. En las conversaciones, en las entrevistas, e incluso en los encuentros casuales, los escritores son interrogados acerca del rumbo de la Humanidad, de lo que le conviene, de las pautas políticas que se deben trazar, de los ajustes necesarios para edificar sociedades justas, en fin, del mundo ideal para ellos. Y las propuestas de los escritores, brillantes algunas y lamentables otras, aunque después no sean puestas en práctica, siempre son aceptadas con respeto, porque los escritores vienen a ser algo así como la conciencia tácita de la sociedad.
Sin embargo, en sus obras literarias, que a fin de cuentas funcionan como su verdadera arma de expresión, los escritores ejercen mejor papel como críticos que como ideólogos. Miguel Ángel Asturias, en El señor Presidente, critica magistralmente el poder mezquino de las naciones poderosas; en su primera novela, Bajo las ruedas, Hermann Hesse presenta una “severa acusación contra los sistemas educativos que desarrollan de forma unilateral las capacidades intelectuales…”(1); Dostoievski critica la pobreza en su país; Vargas Llosa embiste contra las dictaduras; Gogol contra el régimen zarista; Cervantes se va lanza en ristre no sólo contra las novelas de caballería sino contra la mezquina poquedad del mundo real, en contraste con los ideales que ese mismo mundo propone; Sábato ataca el imperialismo galopante mientras Neruda hace lo propio contra el cruel destino de los oprimidos.
Ahora bien, y aquí reposa el meollo, el interés de estos escritores no fue el de describir comunidades ejemplares o paradigmáticas, como hiciera Tomás Moro en Utopía, sino resaltar, a través de las angustias de sus personajes, las incorrecciones que han padecido las sociedades de su entorno. De manera que no podemos seguir desentrañando las obras literarias en busca del mundo perfecto, sino, más bien, en busca de las imperfecciones del mundo real, o quizá del mundo solitario que oprime a los escritores.
(1)Prólogo de la novela Bajo las ruedas, Hermann Hesse; Alianza editorial; decimocuarta edición
William Faulkner, el célebre escritor norteamericano autor de ¡Absalon, Absalon!, confesó alguna vez que los escritores comenzaban a trazar una obra sólo cuando se sentían empujados por el “demonio de escribir”. Aunque Faulkner —Nobel de Literatura en 1949— mantuvo una lucha constante con varios demonios personales, entre ellos su profunda adicción al alcohol, su obra ha sido calificada como una de las más trascendentales del siglo XX.
Franz Kafka, sombrío y enfermizo por naturaleza, quizá soportó más disputas secretas con los demonios personales que el propio Faulkner. La metamorfosis, una de las obras cumbre de la literatura universal, no viene a ser más que el reflejo de los trastornos de Kafka achacados al pobre Gregorio Samsa: para escribir La Metamorfosis no bastaba con ser un buen escritor, había que sentirse en verdad un insecto.
Si recogemos los casos de escritores influidos más por sus propios demonios que por cualquier otra inspiración, edificaríamos una lista interminable, tachonada de hábitos y comportamientos tan disímiles como estrafalarios; rodarían sobre las letras de aquella lista torrentes inagotables de alcohol, se sucederían, una tras otra, noches interminables de insomnio, de lujuria, de trastornos. Advertiríamos los apuros económicos de Dostoievski; los días agónicos de Kafka; las borracheras interminables de Bukowski; las horas en el exilio de Borges, Dante y Brodsky, entre otros, que se vieron forzados a escribir lejos de sus comarcas; descubriríamos los años infelices de Wilde en la cárcel, luego de sufrir una penosa afrenta gracias a su inclinación homosexual; y quizás escucharíamos el estruendo de la escopeta de dos cañones con la que Hemingway se suicidó una mañana veraniega de 1961.
¿Y qué decir de aquellos personajes que llegaron a la inmortalidad gracias a la necedad de sus pensamientos y actos? Ana Karenina que se lanza a un tren en presencia de su familia; Madame Bovary ingiere un veneno para acabar con sus delirios; Raskolnikov asesina a la anciana con la intención de comprobar su teoría de hombre superior; El Quijote, preso de una locura febril, se lanza en busca de aventuras para imitar a sus héroes de la caballería; José Arcadio Buendía, el patriarca de Macondo, muere atado a un árbol del patio de su casa; Harry, el lobo estepario, huye incansablemente de la sociedad. Y así, cientos de personajes extraviados en el embrollo de la locura (en la suya propia y quizás en la de sus propios autores) pueblan las páginas de la historia literaria.
Si son estos los personajes más divulgados de las letras universales, ¿podría entonces la literatura, con semejantes antecedentes, cambiar el rumbo de la humanidad como muchos pretenden? ¿Podría una novela, a través de sus personajes y situaciones, influir de tal manera en el comportamiento social que logre desterrar sus innumerables defectos? ¿Acaso es ése el fin de la literatura?
Seguramente William Shakespeare no pretendía cambiar el mundo cuando se sentó a escribir Romeo y Julieta; ni James Joyce cuando trazó la primera línea de Ulises. Shakespeare y Joyce, así como la mayoría de escritores, se sientan a edificar sus universos de ficción cuando el “demonio de escribir” se torna insoportable, cuando los personajes ya no dan más tregua y buscan desesperadamente una salida, y no cuando al escritor le ha embargado el antojo de cambiar el mundo.
Durante muchos años los escritores han sido considerados como los posibles redentores del género humano. Los que poseen la varita mágica para ordenar la Humanidad. No es un axioma. No es una idea que el común de la gente ni aun los propios escritores den por descontada, pero la esperanza existe, está ahí, latente. Es una certeza del subconsciente colectivo incapaz de aflorar por sí misma. En las conversaciones, en las entrevistas, e incluso en los encuentros casuales, los escritores son interrogados acerca del rumbo de la Humanidad, de lo que le conviene, de las pautas políticas que se deben trazar, de los ajustes necesarios para edificar sociedades justas, en fin, del mundo ideal para ellos. Y las propuestas de los escritores, brillantes algunas y lamentables otras, aunque después no sean puestas en práctica, siempre son aceptadas con respeto, porque los escritores vienen a ser algo así como la conciencia tácita de la sociedad.
Sin embargo, en sus obras literarias, que a fin de cuentas funcionan como su verdadera arma de expresión, los escritores ejercen mejor papel como críticos que como ideólogos. Miguel Ángel Asturias, en El señor Presidente, critica magistralmente el poder mezquino de las naciones poderosas; en su primera novela, Bajo las ruedas, Hermann Hesse presenta una “severa acusación contra los sistemas educativos que desarrollan de forma unilateral las capacidades intelectuales…”(1); Dostoievski critica la pobreza en su país; Vargas Llosa embiste contra las dictaduras; Gogol contra el régimen zarista; Cervantes se va lanza en ristre no sólo contra las novelas de caballería sino contra la mezquina poquedad del mundo real, en contraste con los ideales que ese mismo mundo propone; Sábato ataca el imperialismo galopante mientras Neruda hace lo propio contra el cruel destino de los oprimidos.
Ahora bien, y aquí reposa el meollo, el interés de estos escritores no fue el de describir comunidades ejemplares o paradigmáticas, como hiciera Tomás Moro en Utopía, sino resaltar, a través de las angustias de sus personajes, las incorrecciones que han padecido las sociedades de su entorno. De manera que no podemos seguir desentrañando las obras literarias en busca del mundo perfecto, sino, más bien, en busca de las imperfecciones del mundo real, o quizá del mundo solitario que oprime a los escritores.
(1)Prólogo de la novela Bajo las ruedas, Hermann Hesse; Alianza editorial; decimocuarta edición
Fuente: tribunalatina.com
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